A finales de los años 70, Irán era uno de los principales aliados de Washington en Medio Oriente. Apenas una década después, se convertiría en uno de sus enemigos más acérrimos. La Revolución Islámica de 1979 no sólo redefinió la política interna iraní, sino que alteró profundamente el orden geopolítico en la región y marcó un antes y un después en las relaciones entre Estados Unidos e Irán. Desde entonces, cuatro décadas de desconfianza mutua, sanciones económicas, guerras indirectas y retórica incendiaria han sido la norma.
Pero, ¿cómo pasaron de ser socios estratégicos a enemigos declarados? La respuesta está en una compleja mezcla de intereses geopolíticos, errores diplomáticos, ideologías irreconciliables y una revolución que nadie en Washington supo anticipar.
Cómo la revolución iraní de 1979 cambió la geopolítica
Una alianza forjada en petróleo y geopolítica
Durante la Guerra Fría, la relación entre Estados Unidos e Irán fue esencialmente transaccional. Desde el derrocamiento del primer ministro Mohammad Mossadegh en 1953, una operación encubierta organizada por la CIA para evitar la nacionalización del petróleo iraní, el Shah Mohammad Reza Pahlavi gobernó con el respaldo firme de Washington. A cambio, Irán se convirtió en un baluarte contra el comunismo en la región y un proveedor estable de petróleo para Occidente.
Bajo el mandato del Shah, Irán vivió una acelerada modernización económica, financiada por ingresos petroleros y promovida con el beneplácito de Estados Unidos. Pero esta modernización vino acompañada de una creciente desigualdad, represión política y pérdida de identidad cultural para muchos iraníes. En palabras de algunos académicos, se trató de un “desarrollo sin participación”.
Mientras tanto, Washington ignoraba o minimizaba las señales de insatisfacción popular. En su visión estratégica, lo importante era preservar a un aliado estable, secular y anticomunista.
El estallido de la revolución de 1979: fin del orden establecido
La caída del Shah y el ascenso del Ayatolá Ruhollah Jomeini en 1979 sorprendieron tanto a los líderes iraníes como a los estadounidenses. La Revolución Islámica no fue simplemente un cambio de gobierno, sino una transformación radical del sistema político, social y religioso de Irán.
El nuevo régimen teocrático rechazó explícitamente los valores occidentales, la presencia estadounidense y lo que consideraba una forma de imperialismo cultural y económico. En ese contexto, el asalto a la embajada de Estados Unidos en Teherán, con 52 diplomáticos tomados como rehenes durante 444 días, marcó simbólicamente la ruptura total.
Este acto no sólo humilló a la administración Carter, sino que consolidó en la mente del público estadounidense la imagen de Irán como un Estado hostil. La revolución dejó claro que la alianza había terminado, y en su lugar se instaló una enemistad que sería difícil de revertir.
De la diplomacia a la contención: la Guerra Fría en clave islámica
Con la Revolución, Irán se convirtió en una anomalía: un Estado no comunista, pero antioccidental y anticapitalista, que aspiraba a exportar su revolución islámica. Estados Unidos respondió con una política de aislamiento, sanciones y, cuando fue necesario, apoyo indirecto a enemigos de Irán.
Un ejemplo claro fue la guerra Irán-Irak (1980-1988). Aunque oficialmente neutral, Washington ofreció apoyo logístico e inteligencia a Saddam Hussein, en un intento de contener la influencia iraní. Irán, por su parte, utilizó el conflicto para consolidar su identidad revolucionaria, resistiendo tanto a enemigos externos como internos.
Durante esos años, las relaciones bilaterales fueron inexistentes, y cualquier contacto se daba a través de intermediarios. La política de “doble contención”, aislar tanto a Irán como a Irak, se convirtió en una constante en la estrategia estadounidense en la región.
Sanciones, terrorismo y ambiciones nucleares
En las décadas siguientes, la enemistad se institucionalizó. A medida que Irán financiaba grupos como Hezbolá o Hamás y mantenía una retórica antiisraelí, Estados Unidos lo incluyó en su lista de “Estados patrocinadores del terrorismo”.
Con la llegada del nuevo milenio, la preocupación principal se trasladó a otro frente: el programa nuclear iraní. Temiendo que Teherán desarrollara armas nucleares, Washington lideró una serie de sanciones internacionales y presionó por un acuerdo que limitara las capacidades atómicas de Irán. El resultado fue el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA) de 2015, firmado bajo la administración de Barack Obama.
Sin embargo, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca trajo consigo un giro radical. El retiro unilateral de EE.UU. del acuerdo en 2018 volvió a escalar las tensiones, y Teherán retomó gradualmente su programa nuclear. Las sanciones económicas se intensificaron, afectando duramente a la economía iraní, pero también debilitando a los sectores moderados dentro del país.
Diplomacia en tiempos de desconfianza
A pesar de los desencuentros, hubo breves periodos de acercamiento. El gobierno de Obama apostó por el diálogo, mientras que el de Biden ha intentado, con poco éxito, reactivar el JCPOA. Pero cualquier intento de reconstruir la relación enfrenta dos obstáculos fundamentales: la desconfianza mutua y los intereses estratégicos opuestos.
Para Irán, Estados Unidos sigue siendo una potencia intervencionista que busca controlar la región. Para Washington, Irán representa una amenaza para la seguridad de Israel, la estabilidad del Golfo y el orden liberal internacional.
Ambos países, sin embargo, también comparten una paradoja: necesitan negociar, pero no confían en el otro. La historia de la relación, desde la traición del 53 hasta los rehenes del 79 y las sanciones del siglo XXI, pesa demasiado.
Lecciones de cuatro décadas de enemistad
La transformación de aliados a enemigos entre Estados Unidos e Irán no fue inevitable, pero sí el resultado de decisiones políticas, errores estratégicos y cambios ideológicos profundos.
Desde el punto de vista geopolítico, la historia ofrece varias lecciones:
- La estabilidad a corto plazo, basada en el respaldo a regímenes autoritarios, puede generar inestabilidad duradera.
- Ignorar las dinámicas internas de un país puede resultar en sorpresas geopolíticas de alto impacto.
- Las ideologías importan: cuando un Estado redefine sus valores fundamentales, los antiguos aliados pueden volverse irreconciliables.
El futuro: ¿enemigos para siempre?
Hoy, la pregunta no es tanto si Irán y Estados Unidos pueden volver a ser aliados, sino si pueden coexistir sin conflicto. La región ha cambiado, y también lo han hecho los actores. China y Rusia ganan influencia, los países del Golfo buscan su propio camino, e incluso algunos de los enemigos de Irán están dispuestos a negociar.
En ese contexto, una nueva generación, tanto en Teherán como en Washington, podría reescribir la historia. Pero para ello, será necesario un cambio de enfoque: pasar del castigo a la negociación, del aislamiento al compromiso.
Porque, como demuestra esta historia de más de 40 años, las alianzas internacionales no son eternas, pero tampoco lo son las enemistades.
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