En la era de las traducciones automáticas y los asistentes de voz políglotas, podría parecer que saber idiomas es cada vez menos necesario. Las cifras, sin embargo, cuentan otra historia. En empresas con presencia internacional, los empleados que dominan más de una lengua suelen avanzar más rápido, negociar con más soltura y generar relaciones más estables. En los tableros de expansión global, el conocimiento de idiomas sigue siendo un activo de alto rendimiento.
¿Saber idiomas aún es importante?
Las razones son menos románticas que prácticas. Hablar la lengua del cliente, del proveedor o del socio no es una cortesía cultural: es una ventaja comercial. Las empresas que operan en múltiples jurisdicciones no solo exportan bienes o servicios; exportan procesos, intenciones y expectativas. Y esas no siempre sobreviven a una mala traducción.
El lenguaje es poder, y en el mundo de los negocios internacionales, es también una forma de protección frente al error, el malentendido o la desconfianza.
Los rendimientos de hablar
Un estudio de Wharton muestra que los profesionales que hablan al menos dos idiomas tienden a obtener un 10% más de salario en promedio, especialmente en industrias donde la interlocución con actores extranjeros es frecuente: energía, tecnología, servicios financieros y comercio exterior. Pero el rendimiento no es solo financiero.
Los políglotas actúan como puentes discretos entre lógicas empresariales distintas. En una negociación, pueden interpretar más que palabras: gestos, silencios, fórmulas verbales que revelan jerarquía, interés o cautela. Es difícil cuantificar eso en una hoja de cálculo, pero las empresas que han cerrado contratos millonarios gracias a una intervención en el momento justo suelen recordarlo con nitidez.
A diferencia de otras habilidades blandas, la capacidad lingüística no se puede improvisar. No hay workshop exprés que convierta a un ejecutivo en francófono técnico en una semana. Por eso, los departamentos de recursos humanos más sofisticados no consideran el idioma como un plus, sino como un requisito estructural para ciertas posiciones.
El inglés no basta
En teoría, el inglés es el idioma de los negocios internacionales. En la práctica, lo es hasta cierto punto. Cuando se trata de discutir márgenes, fijar condiciones de exclusividad o negociar cláusulas de salida, muchos prefieren hacerlo en su lengua materna. La confianza, ese intangible esencial en cualquier trato de largo plazo, se construye con palabras familiares.
En ferias internacionales, las empresas que cuentan con personal que domina el idioma del cliente triplican la tasa de conversión de contactos. En licitaciones públicas extranjeras, las que leen los términos de referencia en el idioma original reducen sus errores de interpretación. Y en auditorías o due diligence, la posibilidad de revisar documentos sin depender de traducciones también otorga una ventaja competitiva silenciosa, pero efectiva.
La realidad es que el inglés es suficiente para asistir a la conversación global, pero no siempre para dirigirla.
Las lenguas que importan
El valor de un idioma depende del contexto. El alemán es útil en manufactura avanzada y maquinaria pesada. El portugués abre puertas en sectores como energía y agroindustria en Brasil. El mandarín es estratégico en electrónica, logística y financiamiento. Y el árabe sigue siendo esencial en petróleo, construcción e infraestructura.
Paradójicamente, cuanto menos hablado es un idioma en el país de origen de la empresa, más valor tiene quien lo domina. En empresas exportadoras de tamaño medio, contar con un empleado que hable ruso o turco puede ser la diferencia entre acceder a un mercado o no hacerlo. En muchas oficinas, hay solo uno. Y ese uno, en ciertas coyunturas, se convierte en el nodo central del proyecto.
Algunos ejecutivos han hecho carrera precisamente por eso. No por tener un MBA, sino por poder hablar sin intermediarios con ese funcionario clave en Astana, ese distribuidor difícil en Casablanca o ese socio dubitativo en Chongqing.
Saber idiomas no es solo saber hablar
Hablar otro idioma implica, muchas veces, pensar de otra forma. Las lenguas arrastran culturas, estructuras mentales, formas de argumentar. Un angloparlante entrenado en una escuela legal estadounidense probablemente priorice la claridad y la lógica deductiva. Un japonés educado en derecho mercantil podría preferir la ambigüedad diplomática. Ninguno de los dos está equivocado. Pero si uno no comprende al otro, la negociación no avanza.
Por eso, las empresas que entrenan a sus ejecutivos en idiomas extranjeros suelen incluir formación en negociación intercultural. No basta con saber conjugar verbos: hay que saber cuándo callar, cómo disculparse y qué temas evitar. Esa inteligencia contextual es cada vez más valorada en mercados donde la relación pesa tanto como el precio.
En ese sentido, el idioma no es un canal, sino una arquitectura mental.
Aprender, retener, promover
Los departamentos de talento que apuestan por la internacionalización han comenzado a invertir en programas de aprendizaje lingüístico interno. Plataformas digitales, tutores en vivo, estancias breves en el extranjero: todo sirve para formar a los embajadores corporativos del futuro. Pero hay un límite: aprender idiomas lleva tiempo, constancia y motivación.
Por eso, algunas empresas optan por la vía más directa: reclutar talento multilingüe ya formado. En ese mercado, la competencia es feroz. Los políglotas con experiencia comercial son escasos, especialmente si su segundo o tercer idioma no es el inglés. A medida que las empresas buscan crecer en Asia Central, África Occidental o el sudeste asiático, esos perfiles se vuelven estratégicos.
El resultado es visible en las dinámicas salariales. En muchas industrias, los candidatos con dominio de un idioma relevante reciben ofertas preferenciales, incluso si su experiencia técnica es menor. No es favoritismo: es cálculo.
Una inversión con retorno
Desde la perspectiva del negocio, formar o contratar a alguien que hable otro idioma no es un gesto cosmético. Es una inversión. Uno que permite comprender mejor los riesgos, adaptar productos a nuevos mercados, resolver conflictos sin escalarlos y cerrar acuerdos en condiciones más favorables.
En tiempos de incertidumbre geopolítica, de guerras comerciales y de regulaciones cambiantes, tener a alguien que entienda lo que dicen, literal y figuradamente, los interlocutores de otro país puede ser el factor que defina si una estrategia de internacionalización prospera o fracasa.
Y cuando las máquinas puedan traducir todos los idiomas del mundo con total precisión, si ese día llega, seguirá habiendo algo que solo los humanos pueden hacer: entender el silencio entre las palabras.
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